[Libro] El sentido de la existencia humana

Publicado el 6 de marzo de 2017 en Libros por omalaled
Tiempo aproximado de lectura: 9 minutos y 38 segundos

Todos los libros de Edward O. Wilson son una gozada. Y este no es menos. Si ya el título atrae, el contenido lo hace más. Os hago el resumen de las ideas que más me han llamado la atención.

En su uso más habitual, la palabra «sentido» implica intencionalidad; la intencionalidad implica creación; y la creación implica un creador. Nuestra especie ha empezado a traspasar el umbral más importante —y sin embargo menos investigado— de la era tecnocientífica: estamos a punto de dejar atrás la selección natural, el proceso que nos creó, y dirigir nuestra propia evolución mediante la selección volitiva: el rediseño a nuestro antojo de la biología y naturaleza humanas. Podríamos generar vidas más largas, una memoria agrandada, una visión mejorada, una conducta menos agresiva, una superioridad atlética, un olor corporal agradable? La lista de la compra es infinita.

La eusocialidad es el nivel más alto de organización social que se da en ciertos animales. Pero es una rareza por dos razones. Una es su extrema singularidad. De entre los centenares de miles de líneas evolutivas de animales que la Tierra ha presenciado estos últimos cuatrocientos millones de años solo sabemos que se ha dado sólo diecinueve veces, dispersa entre insectos, crustáceos marinos y roedores subterráneos. Serían veinte si incluimos a los seres humanos. Quizás sean más, pero su número sigue siendo demasiado pequeño.

Sabemos que las especies eusociales aparecieron en una etapa muy tardía de la historia de la vida. Pero en cuanto aparecieron tuvieron gran éxito ecológico. De las diecinueve líneas independientes que se conocen entre los animales, dos de entre los insectos —las hormigas y las termitas— dominan globalmente al resto de invertebrados de la tierra. Aunque sólo representan apenas veinte mil de entre el millón de especies de insectos que conocemos, las hormigas y las termitas suman más de la mitad de la totalidad de insectos del planeta.

Por muy individualistas que creamos ser, tenemos casi una obsesión compulsiva a pertenecer a grupos o a crearlos cuando se necesitan; grupos que se anidan, solapan o separan de formas diversas, además de oscilar entre muy grandes y muy pequeños. Casi todos los grupos compiten con otros grupos similares de alguna manera u otra. Aunque lo expresemos con delicadeza y en tono desinteresado, tendemos a considerar que nuestro propio grupo es superior, y construimos nuestras identidades personales como integrantes de ese grupo. La existencia de la rivalidad, incluyendo el conflicto militar, ha sido un sello distintivo de todas las sociedades humanas desde la prehistoria, como nos demuestra la evidencia arqueológica.

Aunque nos creamos por encima de otros seres vivos seguimos formando parte de la flora y la fauna de la Tierra. La existencia humana quizás sea más sencilla de lo que pensábamos. No estamos predestinados a nada, y la vida no es un misterio indescifrable. Los demonios y los dioses no luchan por nuestra lealtad. En vez de ello, somos artífices de nuestro éxito, independientes, frágiles y estamos solos; somos una especie biológica que se ha amoldado a un mundo biológico. Nuestra supervivencia a largo plazo radica en que nos comprendamos a nosotros mismos con inteligencia; y en que logremos una independencia de pensamiento más significativa de la que se tolera hoy en día incluso en nuestras sociedades democráticas más avanzadas.

El autor no afirma que nos guiemos por el instinto de la misma forma que los animales. Pero para entendernos a nosotros mismos debemos aceptar que poseemos instintos, y hemos de tener en cuenta que venimos de unos antepasados.

Un rasgo hereditario propio de la conducta humana es el abrumador deseo instintivo de pertenecer a un grupo ya de entrada, algo que tenemos en común con la mayoría de animales sociales. El aislamiento forzado es casi una tortura, y puede inducir a la locura. La pertenencia de una persona a su grupo —su tribu— define gran parte de su identidad. También le concede, hasta cierto punto, un complejo de superioridad. Un grupo de psicólogos dividió un conjunto de voluntarios en equipos de forma aleatoria para que se enfrentaran en una serie de juegos sencillos; los voluntarios no tardaron en opinar que los miembros de los otros equipos eran menos competentes y de poco fiar, incluso a sabiendas que los habían repartido al azar.

Cuando estamos en un grupo tenemos dos tipos de comportamiento: el competitivo con los miembros del propio grupo y el altruista. La historia de la humanidad fomentó ambas selecciones y de aquí, de la competencia y la cooperación, surgió la moral y el honor. Dentro de un grupo, los individuos egoístas se imponían sobre los altruistas; pero los grupos formados por altruistas se imponían sobre aquellos compuestos por egoístas. Es decir, aunque corramos el riesgo de simplificar demasiado, la selección individual fomentaba el pecado, mientras que la selección grupal fomentaba la virtud.

Estos dos niveles de selección siempre están en conflicto, y no es posible que gane uno de ellos. Si nos entregáramos completamente a las ansias instintivas derivadas de la selección individual acabaríamos desintegrando la sociedad. Y en el otro extremo, si nos resignáramos a las ansias de la selección grupal nos convertiríamos en robots angelicales —una versión gigantesca de las hormigas—.

Hay un paralelismo entre estos dos tipos de selección y los parásitos, tanto los biológicos como los sociales. Por ejemplo, un ladrón eficaz persigue sus propios intereses y los de sus hijos, pero sus acciones perjudican al resto del grupo. Aquellos genes que continúen esa actitud pueden incrementarse de una generación a otra, pero esa actitud, a la vez, debilita el grupo. Pero consideremos el caso contrario: un valiente guerrero conduce a su grupo hacia la victoria, pero muere en el campo de batalla, dejando atrás poca descendencia o ninguna. Sus genes heroicos desaparecen con él, pero el resto de individuos del grupo, y los genes heroicos que comparten, se benefician e incrementan.

Los dos niveles de selección natural (individual y grupal) que demuestran estos extremos, son opuestos. A la larga conllevarán, o bien un equilibrio entre los genes opuestos, o la erradicación definitiva de uno de los dos. Podemos resumir la contienda con esta máxima: los miembros egoístas prosperan dentro de sus grupos, pero los grupos formados por altruistas se sobreponen a los grupos formados por egoístas.

Nuestra especie está basada en la vista y el oído, y no en el olfato ni el gusto. Aunque os creemos que somos buenos en otros sentidos porque podemos distinguir productos químicos con la nariz, la lengua o el paladar. Pero al lado de otros animales tenemos las de perder. Al lado nuestro, son unos genios en ese aspecto. Más de un 99% de las especies de animales, plantas, hongos y microbios dependen exclusivamente o casi exclusivamente de un conjunto de sustancias químicas (feromonas) para comunicarse con miembros de su misma especie. También reconocen otras sustancias químicas (alelomonas) para identificar especies distintas que podrían ser presas, depredadores o simbiontes.

Hay los colores y apariencias relucientes de los insectos, las ranas y las serpientes, cuya función es advertir a los posibles depredadores. Son mensajes urgentes cuyo objetivo no es deleitar a los predadores, sino transmitirles lo siguiente: «si me comes morirás, caerás enfermo o como mínimo mi gusto te será desagradable». Los naturalistas tienen un principio a propósito de estas advertencias. Si un animal es bonito y además no reacciona ante la cercanía de un humano, no sólo será venenoso sino que probablemente sea incluso mortal. Las lentas serpientes coral y las despreocupadas ranas dardo venenosas serían algunos de los ejemplos.

Hay otras muchas especies que no se basan en la vista o el oído, sino en los olores, y los extremos a los que se llega son impresionantes. Una palomilla bandeada (Plodia interpunctella) macho, por ejemplo, puede reaccionar ante sólo 1.3 millones de moléculas por centímetro cúbico. Quizás eso parezcan muchas feromonas, pero de hecho es una cantidad ridícula en comparación con, por ejemplo, un gramo de amoníaco (NH3), que contiene 1023 moléculas (cien mil millones de billones). La molécula de la feromona, aparte de ser lo suficientemente potente como para atraer a los machos adecuados, también debe contar con una estructura relativamente singular, de manera que existan pocas posibilidades de atraer a un macho de la especie equivocada —o lo que es peor, a un depredador que coma polillas—. Algunos de los atractores sexuales de las polillas son tan específicos que los de especies cercanamente emparentadas sólo se diferencian de ellos por un átomo, por la posesión o ubicación de un doble enlace o incluso por sólo un isómero.

No somos la única especies que esclavizamos. Existen cieras hormigas que entran en el nido de las vícimas soltando una pseudoferomona (sic) que las alarma. Para las defensoras es como si oyeran una señal de alarma que viene de todas partes, así que entran en pánico y optan por retirarse. Las invasoras se hacen con las crisálidas y se las llevan a su nido. Al nacer actúan como hermanas de sus captoras y les sirven voluntariamente de esclavas.

Es posible que las hormigas sean las criaturas feromónicas más avanzadas de la Tierra. En sus antenas tienen más receptores olfativos y sensoriales que cualquier otro insecto que conozcamos. También son baterías andantes de glándulas exocrinas, cada una de las cuales se especializa en la producción de diferentes tipos de feromonas. A la hora de regular sus vidas sociales utilizan entre diez y veinte tipos de feromonas, número que varía según la especie. Cada tipo transmite un significado distinto. Y eso es sólo el principio del sistema de información. Varias feromonas pueden emitirse al mismo tiempo para crear señales más complejas. Cuando se desprenden en momentos diferentes o en lugares distintos, transmiten un significado alternativo. Incluso es posible difundir más información modificando la concentración de moléculas. Por ejemplo, existe al menos una especie de hormiga cosechadora americana —que investigué en su momento— que si desprende una cantidad de feromonas apenas detectable incita a las obreras a prestarle atención y acudir a ella. Una concentración un poco más fuerte provoca que las hormigas busquen con excitación de un lado para otro. La concentración más elevada de la sustancia, si se produce cerca de la hormiga objetivo, la incita a un ataque enloquecido contra cualquier objeto orgánico externo que esté a su alrededor.

¿Por qué los seres humanos no nos comunicamos por feromonas como las hormigas? Una de las razones es que, aunque esté muy bien, dicha comunicación es demasiado lenta.

El altruisomo tampoco es sólo cosa del ser humano. Las hormigas también tienen rasgos, como mínimo, parecidos. Y mejor que nosotros si nos paramos a pensarlo un poco.

A medida que las hormigas envejecen, pasan más tiempo en las cámaras y túneles más externas de su hormiguero, y son más proclives a emprender exploraciones peligrosas en el exterior. También son las primeras que salen a luchar contra las hormigas enemigas y otros intrusos que invadan sus territorios y aparezcan en las entradas del hormiguero. Ésta es una diferencia significativa entre humanos y hormigas: nosotros enviamos a nuestros hombres jóvenes al campo de batalla, las hormigas mandan a sus señoras mayores. Aquí no aprenderemos ninguna lección moral, a no ser que nos interese dar con una fórmula barata para lidiar con las personas de la tercera edad.

Las hormigas enfermas siguen a las viejas hasta el perímetro del hormiguero, e incluso salen al exterior. Considerando que no hay hormigas médicas, no salen del nido para encontrar una clínica, sino principalmente para proteger al resto de la colonia de una posible enfermedad contagiosa. Algunas hormigas mueren fuera del hormiguero víctimas de infecciones de hongos y gusanos trematodos, lo que les permite a estos organismos esparcir sus propias crías. Este comportamiento puede malinterpretarse fácilmente. Si el lector ha visto demasiadas películas de Hollywood —como yo— sobre alienígenas invasores y zombis, quizás se pregunte si el parásito controla el cerebro de su anfitrión. La realidad es mucho más sencilla. La hormiga enferma tiene una tendencia hereditaria a proteger a sus compañeras abandonando el hormiguero. El parásito, por su parte, ha evolucionado para poder aprovecharse de estas hormigas tan socialmente responsables.

Hace una previsión de cómo serían los extraterrestres en caso de que los encontráramos. La única vez que había leído algo serio antes de este autor fue de Isaac Asimov en la que tenía en cuenta muchos detalles físicos. Los que maneja este autor son más a nivel sociológico que no físico.

Los filósofos llevan más de dos mil años intentando explicar la conciencia. Aunque por supuesto, ése es su trabajo. Al no tener grandes conocimientos de biología, sin embargo, la mayoría no han llegado a ninguna parte, lo cual es comprensible. No creo que sea demasiado duro afirmar que la historia de la filosofía, si la resumimos, está principalmente constituida por intentos fallidos de explicar el cerebro.

Me dejo montones de ideas y conceptos de este libro. Es curioso, pero es muy corto para la cantidad de información que da. Uno de aquellos libros imprescindibles que da pena que se terminen. Recomendado para todos los públicos.

Portada del libro

Título: El sentido de la existencia humana
Autor: Edward O. Wilson
Traducción: Xavier Gaillard Pla



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