Científicos hasta el final

Publicado el 17 de noviembre de 2013 en Historias de la ciencia por omalaled
Tiempo aproximado de lectura: 8 minutos y 51 segundos

Quería mostrar unas pocas anécdotas de científicos alrededor de los momentos finales de su vida (antes y después). Me interesaban, sobre todo, aquellas en que el científico había estado dedicado a la ciencia hasta los últimos días o, mejor, el último día de su vida. Luego me interesé por cosas simpáticas que se habían comentado después de la muerte de dicho científico. Y esa era la idea. Era una de tantas excusas, como siempre busco, para explicaros anécdotas de científicos. El problema es que he encontrado otras entre mis apuntes que me han hecho esbozar una sonrisa, y no he podido resistir publicarlas, así que os las he puesto al final, con lo que me queda un artículo con unas cuantas anécdotas que considero curiosas y he dejado el título como estaba. Olvidando las excusas, os dejo con ellas.

Se ha dicho alguna vez que la historia del análisis matemático de la segunda mitad del siglo XIX ha consistido esencialmente en sacar partido de las herramientas que Riemann creó para solucionar problemas que él mismo planteó y empezó a resolver. También se dice de él que era tremendamente modesto. Se cuenta que una vez otro matemático se maravillaba delante de la viuda de Riemann sobre este punto. La mujer, que debía ser tan modesta como el propio Riemann, aclaró la razón:

— Si, era muy aplicado

El matemático Tarski era noctámbulo. Solía reunirse con sus alumnos de doctorado en un estudio que tenía en su «castillo»; allí tenían lugar verdaderos maratones de trabajo que empezaban no mucho antes de la medianoche. Las puertas y ventanas del estudio permanecían cerradas mientras Tarski empalmaba un cigarrillo detrás de otro en una secuencia que a muchos se antojaba infinita. Cuando llegaban las dos de la madrugada preguntaba si querían café. Como algunos decían que sí y las puertas estaban cerradas, Tarski chillaba: «¡Maria! ¡Mariaaaaahhhhh!», tan fuerte como podía. Su esposa llegaba medio dormida y abría la puerta: ¿Sí, Alfred?. Tarski le pedía que trajera dos tazas de café y la mujer iba a la cocina y se las traía.

Antes que lo crucifiquéis por machista os diré que de las 24 tesis que dirigió, 6 lo fueron a mujeres, que era un número notable para le época. Y no fue casualidad: era un mujeriego. Hasta con 68 años intentó ligarse a una alumna besándola más tiempo del necesario. Esa mujer era Julia Robinson, quien supo mantener muy bien las distancias y llegaría más adelante a presidir la Sociedad Matemática Americana. No obstante, alguna otra sí cayó como una alumna llamada Wanda Szmielew, quien hacía lo que le apetecía sin reparar en lo que otros pensaran.

Se hicieron amantes, pero la relación se volvió tormentosa: esposa y amante viviendo bajo el mismo techo. Y es que era un liberal en lo que a sexo se refiere. Nunca le escandalizaban las relaciones sexuales, ya fueran homosexuales o heterosexuales (lo que no quiere decir que fuera homosexual), dentro o fuera del matrimonio.

Después de haber fallecido Tarski alguien visitó a Maria y le mostró su álbum familiar.

— Aquí está una de las novias de Alfred… y aquí otra.

Francis Crick podría ser el ejemplo de científico desde el inicio hasta el final. De niño, decía a su madre que quería ser investigador. Unos años más tarde se licenciaba en físicas, pero una bomba nazi destruyó su laboratorio en Londres. Se incorporó al servicio secreto británico y diseñó una mina especial para destruir los dragaminas alemanes. Al final de la guerra cambió de tema y descubrió la estructura del ADN, lo que le valió el Nobel de Medicina. A los 60 años decidió que el último territorio que quería explorar era el de la consciencia. En una edad en que la mayoría de la gente piensa en la jubilación él empezaba una nueva carrera como neurocientífico. Durante 30 años generó ideas y tuvo una poderosa influencia como pocos otros científicos de su tiempo. Pocas horas antes de morir, en 2004, acababa de corregir un manuscrito que sugería unas líneas de trabajo para los investigadores que quieran entender mejor qué es la conciencia.

Rita Levi-Montalcini tuvo una fuerte influencia de sus padres. A ellos les debió, según explicaba, la capacidad de mirar al prójimo con simpatía, falta de resentimiento y una natural inclinación a interpretar los hechos y las personas desde su lado más favorable. Como no iba a la iglesia muchas veces y le preguntaban, dada su ascendencia judía, cuál era la religión que practicaba, no sabía qué contestar. Así que se lo preguntó a su padre, quien explicó tanto a ella como a todos sus hermanos:

— Vosotros sois librepensadores. Cuando hayáis cumplido los veintiún años, decidiréis si queréis seguir así o si preferís convertiros a la fe hebrea o a la católica. Pero no te preocupes, si te lo preguntan, debes contestar que eres librepensadora.

Y eso es lo que dijo a partir de entonces, dejando perplejo a más de uno. Pero a quien temía decírselo era a su institutriz, que era católica y a quien apodaban Cincirla. Esta última, intento convencerla como nos explicaba la propia Montalcini:

— ¿Sabes por qué se produjo el terremoto de Mesina? El día del terremoto, dos señores israelitas entraron en una iglesia de Mesina y dijeron, en tono de burla, a la imagen de Nuestro Señor Jesucristo: «Si tú eres el Dios desconocido, mándales a todos un terremoto». Y así sucedió veinticuatro horas después. Sin embargo, tú puedes salvarte de la maldición que pesa sobre la gente de tu religión para recibir del cura el agua bendita. Así te salvarás y, después de la muerte, tú también irás al paraíso.

— ¿Y papá y mamá?

— Por desgracia no —contestó Cincirla—. Ellos no podrán reunirse con nosotros hasta que una paloma que bebe una vez al año haya secado el mar.

— Entonces —contesté sin vacilar— me quedo con ellos.

De mayor, esta niña se llevó el premio Nobel de Medicina en 1986.

Seguía yendo, a sus cien años, al European Brain Research Institute de Roma donde supervisaba los nuevos experimentos científicos. Tenía la vista deteriorada y utilizaba un audífono, pero según decía, su cerebro funcionaba «mejor que nunca». En una entrevista publicada en el País (18 de abril de 2009) decía que seguía haciendo descubrimientos. Nunca se jubiló. Dijo:

— El cuerpo se arruga, pero no el cerebro, excepto que exista inacción, desencanto y desmotivación.

J. E. (John Edensor) Littlewood (1885-1977) fue uno de los más destacados matemáticos del siglo XX. En un cierto trabajo que escribieron juntos Hardy y Littlewood contenía una demostración en la que, como es habitual en cálculo, se hablaba de una expresión «menor que E donde E se puede hacer tan pequeño como se quiera». Cuando el impresor envió a Littlewood las pruebas para su corrección lo que leyó es que fue «que es menor que .», donde en el lugar del punto había algo que si se miraba con una lupa era la letra épsilon. El impresor había tomado al pie de la letra y con verdadero interés eso de hacer épsilon tan pequeña como se quiera.

Su dedicación y su productividad continuaron casi hasta su muerte. A los 89 años, Littlewood tuvo una grave caída e ingresó en una residencia de ancianos en Cambridge donde pareció perder todo interés por la vida. Un joven amigo, Béla Bollobás, le visitó y trató de distraerle con un nuevo problema  matemático.

En mi desesperación sugerí el problema de determinar la mejor constante en la desigualdad L2 débil de Burkholder (una extensión de una desigualdad en la que Littlewood había trabajado). Para mi gran alivio (y sorpresa), Littlewood se interesó por el problema. Nunca había oído hablar de martingalas [el tema central de la desigualdad de Burkholder]. Pero estaba deseando aprender sobre ellas de modo que estaba feliz de oír mi breve explicación y se mostró dispuesto a leer algunos capítulos introductorios. Todo esto a los 89 años y con mala salud.

Posteriormente fue capaz de dejar la residencia pocas semanas después.

Bollobás escribió que a partir de entonces trabajó duramente en el tema. El trabajo fue finalizado por el propio Bollobás y los resultados fueron publicados después de su muerte.

Isidor Rabi, nacido en Polonia en 1898, creció en un entorno pobre en Nueva York y llegó a ser uno de los más grandes físicos del mundo. Ganó un premio Nobel en 1944 por su descubrimiento de un fenómeno que conduciría finalmente a la espectroscopia por resonancia magnética nuclear, uno de los métodos más potentes para el estudio de la estructura molecular y, más tarde, para generar imágenes de tejido vivo. Esto suponía observar el salto en un campo oscilante de núcleos atómicos que, como se había descubierto, poseían un momento magnético como si fueran minúsculos imanes. Abraham Pais explicaba que, como Einstein, había estado preocupado por el significado físico de la teoría cuántica. Rabi estaba en su nonagésimo año y así es cómo se acercaba a su fin

Un día, en diciembre de 1987, un colega entró en mi despacho de la Rockefeller University para informarme de que acababa de ver a Rabi, el cual le había dicho que quería hablar conmigo. Yo sabía dónde estaba Rabi: al otro lado de la calle, en el Memorial Sloan Kettering’s Hospital, y también sabía el porqué: era un enfermo terminal de cáncer. Fui allí inmediatamente suponiendo que quería transmitirme algún mensaje final. Allí estaba, con un extraordinario buen humor. ¿De qué quería hablar? De los fundamentos de la mecánica cuántica que, como decía, le habían preocupado durante décadas y que en estas últimas semanas seguían en su pensamiento. Discutimos durante quizá media hora y luego me despedí de él para siempre. El 11 de enero de 1988, Rabi falleció.

Y ahora, las anécdotas que había encontrado que no tenían nada que ver con lo anterior.

Sewall Green Wright fue un genetista. En Chicago descubrió que no tenía dotes naturales para la enseñanza, pues era demasiado tímido y nervioso para hacer comentarios espontáneamente y bromear con los alumnos. Es más, se preparaba las clases minuciosamente y siempre las impartía con gran formalidad, incluso a los grupos más reducidos. Un estudiante le recordaba:

Un caballero sumamente afable que se quedaba parpadeando, como ofendido, cuando algún estudiante no llegaba a la conclusión correcta, tan evidente para él, según el análisis que había escrito en la pizarra. Wright hablaba sin dejar de escribir: En una sola clase, llenaba tres veces de arriba a abajo la pizarra de un aula de diez metros de anchura.

A pesar de verse obligado a realizar experimentos con moscas de la fruta, llevaba cobayas al aula siempre que le parecía justificable; en una ocasión se presentó con uno para enseñarle a la clase unas interesantes variaciones en el color del pelaje. Aquel conejillo de indias en particular era un poco más díscolo de lo normal y correteaba por la mesa sin la menor intención de quedarse quieto de modo que Wright lo atrapó y se lo colocó bajo la axila, donde solía colocarse también el borrador de la pizarra. Unos minutos después, como no le cabía la siguiente ecuación, quiso limpiar una parte de la pizarra y se puso a borrar con el conejillo de Indias, que no paraba de chillar.

Cuando Thomas Hunt Morgan vio en 1910 la mutación en una mosca por primera vez, lo hizo al mismo tiempo que nacía su tercera criatura, una niña. Cuando Morgan llegó al hospital a ver a la recién llegada, lo primero que le preguntó su mujer fue:

— Bueno, ¿y qué tal está la mosca?.

Entonces, con gran entusiasmo, Morgan se lanzó a explicarle los pormenores. Después de varios minutos, se acordó de hacer la pregunta que tenía que hacer:

— ¿Y cómo está la niña?

Fuentes:
Néstor Braidot, Cómo funciona tu cerebro para dummies.
C. P. Snow, Las dos culturas y un segundo enfoque.
Antonio J. Durán, Pasiones, piojos, dioses… y matemáticas.
Jesús Purroy, Todo lo que hay que saber para saberlo todo.
Rita Levi-Montalcini, Elogio de la Imperfección.
Béla Bollobás, Littlewood’s Miscellany.
Water Gratzer, Eurekas y Euforias.



Hay 2 comentarios a 'Científicos hasta el final'

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  1. #1.- Enviado por: Mmonchi

    El día 20 de noviembre de 2013 a las 13:48

    Creí que ibas a comentar la historia sobre Lavoisier (que nunca he sabido si es verdad o leyenda) de que cuando le guillotinaron acordó con unos colegas seguir parpadeando cuando le cortaran la cabeza para saber cuanto tiempo duraba la consciencia después de la decapiación. Un último día bien aprovechado, si es cierta.

  2. #2.- Enviado por: omalaled

    El día 20 de noviembre de 2013 a las 23:13

    Mmonchi: No sé si con Lavoisier en particular, pero sí he leído en varios sitios que realmente se hicieron estudios de tiempo de convulsiones, movimientos reflejos y demás personajes guillotinados.

    No recuerdo las conclusiones, pero es difícil saber si los movimientos que se hagan en una cabeza recién guillotinada son actos voluntarios o reflejos involuntarios.

    Salud!

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